Noté cómo se agarraba con sus uñas a mi pecho, y trepaba, a
la garganta, y allí se quedaba quieta esperando a que amainara la tempestad de
un muy recio sentimiento de abandono, o de olvido, o de desprecio urdida
en alguna parte que no debía de estar
lejos porque llegaba el bramido rugiente del tableteo de los disparos cruzados
entre el querer y el no puedo.
“Tienes que poder” me dije.
“Tienes que querer” te reto.
Y así estuvimos un rato entre ir y venir de truenos, y de
rayos y centellas y de la furia del viento que arrancaba en sus embates algún
que otro brote tierno de qué fuera qué pudiese, cuando aún estaba yo a tiempo de querer lo que
pudiera no causarme sufrimiento, ponerme
a salvo de ciertas cogitaciones inciertas meditadas a la sombra del engaño en
que era presa.